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El Liderazgo Americano

Administration August 2021 PREMIUM
De ahí que Lincoln, el presidente que enfrentara la prueba más dura de todas en forma de guerra civil, rechazara la brújula de las abstracciones ideológicas

El 11 de noviembre de 1947, justo cuando se celebraba el 29 aniversario del fin de la Primera Guerra Mundial, Winston Churchill hizo una defensa de la democracia: “muchas formas de gobierno se han probado, y se probarán en este mundo de pecado y aflicción. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisapiente. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas esas otras formas que se han probado de vez en cuando…”. No era la más apasionada de las defensas después de todo. Al ex primer ministro británico no se le escapaba que la democracia —como las lenguas de Esopo— podía servir por igual para lo mejor y para lo peor. Que lo mismo podían llevar al poder a un Pericles o a un Roosevelt que a Hitler. Sin embargo, Churchill se aferraba a una razón última para preferirla: la inconveniencia del resto de los sistemas.

Algo parecido se puede decir de Estados Unidos como potencia mundial: es la peor del mundo… excepto por todas las demás. Muchos son los yerros, excesos y horrores sin paliativos cometidos en el planeta por la política exterior norteamericana: intervenciones militares en medio mundo, apoyo a tiranías impresentables. De Centroamérica a Vietnam pasando por Pinochet o el último shah de Irán. La mejor defensa viene a ser la inversa: la que viene de imaginarnos la realidad sin Estados Unidos. Sin su intervención en las dos guerras mundiales, sin su rescate de Alemania occidental, de Corea del Sur, sin Plan Marshall. El silencio o la indecisión norteamericana ante ciertos desastres planetarios nos da una idea de los que supondría su inexistencia: piénsese en las masacres de Rwanda o la ex Yugoslavia multiplicadas por veinte o por cien. O más importante aún: imaginemos el mundo sin el movimiento de los derechos civiles norteamericanos, o sin su feminismo, sin su movimiento LBGTIQ+. La fuerza de Estados Unidos, su liderazgo, radica precisamente en esa condición democrática que desde su fundación fue dándole sentido a su avasalladora diversidad y desigualdad.

Alguna vez le oí decir a un alto funcionario de Departamento de Estado: “Estados Unidos tiene mucho poder, pero no sabe como usarlo”. No parece faltarle razón. La contingencia de la política electoral, la avaricia de las grandes corporaciones, las alianzas momentáneas, a menudo terminan posponiendo los intereses más esenciales de una nación de emprendedores y libertarios, interesada en un mundo más justo y equilibrado al que venderle hamburguesas, softwares y democracia.

El más ejemplar de los presidentes norteamericanos, Abraham Lincoln, resumió los desafíos que supone tener poder cuando dijo “Casi todos los hombres pueden soportar la adversidad, pero si quieres poner a prueba el carácter de un hombre, dale poder”. El poder, esa prueba definitiva del carácter, le ha sido conferido a la nación norteamericana como a ninguna otra en la historia de la humanidad y, reconozcámoslo: podría haberlo hecho mucho peor. Pero cada error cometido por Estados Unidos sigue reverberando en la vida de los pueblos más que los de cualquier otra nación con bastante menos escrúpulos o continuidad. ¿Acaso se le piden cuentas a la moderna Alemania por las atrocidades de los nazis? ¿O a Rusia por las de la Unión Soviética, aunque siga encabezada por un antiguo coronel de la KGB? Sin embargo, los centroamericanos no olvidan el intervencionismo norteamericano en la región, como mismo los cubanos no olvidan que la decisión de Kennedy de negarle apoyo aéreo a los invasores de bahía de Cochinos terminó reforzando el poder del castrismo. Pero las consecuencias de aquella (in)decisión de Kennedy no se limitaron al ámbito cubano. Con el desastre de bahía de Cochinos los soviéticos se envalentonaron y en unos meses erigían el infame muro de Berlín, y al cabo de un año amenazaban el equilibrio estratégico norteamericano con la instalación de ojivas nucleares en Cuba. Si el aletear de una mariposa puede causar maremotos al otro lado del planeta, qué esperar de las salidas en falso del leviatán americano.

De ahí que Lincoln, el presidente que enfrentara la prueba más dura de todas en forma de guerra civil, rechazara la brújula de las abstracciones ideológicas. “Nunca he tenido una política” dijo alguna vez. “Solo he tratado de hacer lo mejor que he podido todos y cada uno de los días”. A eso, alguien más pretensioso le habría llamado ética. Pero habría equivalido a faltar a la decencia esencial que guiaba la vida del ilustre hijo de Kentucky. La misma ética que le impulsó a declarar que “aquellos que les niegan la libertad a otros no la merecen para sí mismos”. En ese credo básico se debería basar el liderazgo americano. En la convicción de que defender la libertad de los otros equivale a defender la propia. Y viceversa. 

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