Products

Los libros como enemigo

Hispanic Community May 2024 PREMIUM

Amidst teaching Spanish as a teaching assistant in an American university, the author encounters a student who declares herself a Maoist. He reflects on this and discusses the fervor surrounding book censorship in both liberal and conservative circles, emphasizing the enriching value of diverse reading experiences.

 

Fue en mi primer semestre enseñando español como teaching assistant en una universidad norteamericana. A finales del milenio pasado, nada menos. Le tomaba un examen oral a una de mis estudiantes más inteligentes y activas, cuando esta se declaró maoísta. Como lo leen. Heme prácticamente recién llegado a Estados Unidos y una universitaria se declara seguidora del mayor asesino de la historia de la humanidad, categoría en la que nunca faltaron competidores al título. Encima Mao Zedong llevaba muerto más de un par de décadas y uno pensaría que tendría muy poco que ofrecer en términos teóricos y prácticos cuando los propios chinos tomaban distancia de su legado. ¿Cómo entender tales preferencias en una estudiante que disfrutaba de los derechos que el maoísmo negaba?

Tratando de ocultar mi alarma le pregunté cómo había llegado a tales preferencias. No había mucho misterio en eso. Los componentes de su círculo de amistades —me contó— eran todos maoístas y solo leían textos maoístas. “¿Solo libros maoístas?”,insistí y me lo confirmó con orgullo. Difícil imaginar que una joven norteamericana universitaria viera cubiertas todas sus necesidades como lectora por un solo autor. Mucho menos que este fuera un escritor más árido que las llanuras de Marte con títulos como “Sobre la guerra de guerrillas” o “Sobre la contradicción”. Y que cuando se ponía poético escribía “Hubo aquí en el pasado/ un furioso combate. Los impactos/ de las balas señalan los muros de la aldea./ ¡Muros condecorados! Las colinas parecen hoy más bellas”. (Aunque nunca Mao fue más poético que cuando llamó a la hambruna más criminal de la historia el “Gran Salto Hacia Adelante”). Sobrepasado por la impresión no abundé en todo el mal infligido por tan distinguido autor sobre sus súbditos y su cultura, la más antigua del planeta. Tampoco mencioné lo que habría hecho el presidente Mao con una muchacha llena de piercings de haberla tenido delante, por muy admiradora que fuera de sus textos. Le recomendé lo que me parecía y me sigue pareciendo la cura más eficaz contra el fanatismo producida por la lectura de un único autor: que leyera también otros libros de otros autores.

Recuerdo esto a propósito de la furia desatada contra los libros en todo el país. Como si no bastara el estrago causado por teléfonos y tabletas en los ya de por sí pobres hábitos de lectura de la niñez y la juventud norteamericana al punto de convertir las bibliotecas públicas en algo tan obsoleto como las cabinas telefónicas o las estaciones de telégrafos. Del lado liberal está la llamada cultura de la cancelación que, entre tantos méritos, ha conseguido hacer de la principal responsable de que nuevas generaciones de jóvenes se interesaran en abrir un libro —la británica J.K. Rowling—, poco menos que una apestada; o que clásicos de la literatura se vean arrinconados, acusados de anacrónicas ofensas o por el color de su piel; o que la publicación de ciertos libros sea más que difícil, impensable. Pero sobre eso he hablado de sobra en artículos anteriores.

La otra mitad de la tenaza que se cierne sobre los libros viene del otro extremo del espectro ideológico. Sucede que en los estados de mayoría conservadora se están emitiendo leyes que pretenden impedir que determinados libros “inapropiados” estén al alcance de los niños. En eso coinciden con los liberales: en su cruzada en contra de lo que consideran inapropiado, por mucho que difieran sus razones. Los conservadores, habitualmente alérgicos a cualquier insinuación de erotismo e irreligiosidad en las bibliotecas escolares (lo que incluye la teoría de la evolución de las especies o hasta la simple referencia a los dinosaurios) han decidido espulgar los estantes de las bibliotecas de cualquier mención a la llamada teoría crítica de la raza o a la identidad de género. 

Como resultado de este entusiasmo censor, en el año escolar 2022–23 la filial norteamericana del PEN Club registró 3,362 casos de prohibiciones de libros. Más del 40% de estas prohibiciones ocurrieron en la Florida: el PEN America “registró 1,406 casos de prohibición de libros en Florida, seguidos de 625 prohibiciones en Texas, 333 en Missouri, 281 en Utah y 186 en Pensilvania”. El lugar cimero alcanzado por Florida en la censura de libros se atribuye a leyes firmadas recientemente por el gobernador de aquel estado. En su defensa, De Santis ha declarado que su ley se limita a exigir que los distritos escolares sean “transparentes en la selección de materiales educativos” y a “empoderar” a los padres en el proceso de selección de los libros. Nada peor. Dale a cualquiera más poder del que le corresponde y se pondrá imaginativo. Si se trata de esos padres que cuando los hijos montan bicicleta los recubren como si fueran a una misión espacial, cuando se trate de protegerles el espíritu no serán menos precavidos. Y si encima no te apetece especialmente la lectura y el tiempo no te sobra tendrás que juzgar el libro por la portada, por los colores que aparezcan en ella, por el título o por la foto del autor. Así, junto con títulos con los que los editores intentan ajustarse a la moda caen otros como Beloved de Toni Morrison (que sea negra y ganadora del Nobel la harán doblemente sospechosa) Matadero cinco de Kurt Vonnegut (qué se puede esperar de bueno de un matadero), Matar un ruiseñor de Harper Lee (el título les parecerá antiecológico) o Carta desde la cárcel de Birmingham (a ver, ¿por qué tiene un niño que leer la carta de un preso por mucho que se llame Martin Luther King Jr.?).

¿Qué buscan estos distritos escolares prohibiendo libros por su supuesto contenido “pornográfico, violento o inapropiado”? ¿Evitar que sus hijos sean adoctrinados por ideologías que no comparten? Cierto que discutir temas como el de la raza a una edad en que la mayoría de los niños ni siquiera piensan en esos términos puede ser contraproducente a la hora de combatir el racismo. O que resulte paradójico que la misma ideología progre que se opone a que se sexualice a los niños sea la abanderada de introducir la educación sexual a edades en que esos temas son impensables. Pero de ahí a emprender una cruzada contra todo lo que suene inapropiado va el mismo trecho que conduce de las buenas intenciones al infierno. ¿No se quejan de que cada día los niños lean menos? ¿Por qué prohibir entonces libros que difícilmente van a abrir cuando tienen el contenido “pornográfico, violento o inapropiado” a apenas un clic de sus teléfonos? 

Recuerdo que cuando el voraz lectorcito que era yo a los diez años le preguntó a su madre por El Decamerón de Giovanni Bocaccio esta, dedicada profesora de literatura, me contestó que no lo creía apropiado para mi edad. De más está decir que aquellos cuentos picarescos que supuestamente se hacían jóvenes de ambos sexos encerrados en una villa toscana en el siglo XIV se convirtieron en mi lectura obligatoria y gozosa en las siguientes semanas. Y aunque el libro incluía orgías en conventos, adulterios múltiples, trucos de todo tipo para llevarse a la cama a cualquiera y todo tipo de relaciones eróticas, —aunque contadas con mucha más sutileza que en las canciones de BadBunny— en términos estrictamente sexuales me mantuve tan inocente como hasta entonces aunque mi conocimiento del mundo fuera, tras esa lectura, mucho más rico.

Puede que mi madre al decir que El Decamerón era impropio para mi edad secretamente quisiera empujarme a leerlo. O que, prohibiendo libros, el gobernador y los padres de la Florida estén envueltos en una sutil campaña de promoción de la lectura haciéndolos más deseables. Pero sospecho que sea lo que parece: un intento torpe de sentir que están haciendo algo contra el avance de ideologías que les resultan indeseables. “Hay que impedir el avance del comunismo” dicen, y a continuación se entregan a una labor tan típicamente comunista como es la de prohibir libros. Y de paso quedar como censores de las biografías de Roberto Clemente y Celia Cruz, ídolos de sus respectivas comunidades.

No se trata del efecto reducido y contradictorio que tendrán en una sociedad cada vez menos involucrada en el acto anacrónico de leer un libro. Lo más peligroso, desde mi punto de vista, es la tremenda contribución a la lógica que entraña impedir que se difunda aquello cuyo espíritu no compartimos. Cuando aquella estudiante me dijo que solo leía a Mao Zedong no le pedí que dejara de hacerlo, sino que leyera otros libros también, confiado en que el mero contraste de lecturas iba a enriquecer su espíritu, a mejorarlo. 

Por cierto, olvidaba decir que años después de aquella conversación volví a ver a aquella estudiante. Yo cubría a una colega mía en el cuidado de un examen y mi antigua estudiante estaba entre los que lo tomaban. Cuando terminó con su examen se aproximó a dármelo. La saludé y por toda respuesta me susurró “Profesor, estoy leyendo otros libros”. Entonces soltó una sonrisa que entendí a su vez como señal de agradecimiento y de satisfacción.       

Share with:

Product information

Post a Job

Post a job in higher education?

Place your job ad in our classified page on the HO print & digital Edition