Desde hace décadas la teoría decolonial se viene enseñoreando de las universidades norteamericanas, en especial de los departamentos dedicados al estudio de los países que antes se conocían como del Tercer Mundo, luego como subdesarrollados y a lo que ahora, con compasiva esperanza, se les llama “países en desarrollo”. Tal pensamiento decolonial se define por su objetivo de “desvincularse de las jerarquías de conocimiento y las formas de estar en el mundo eurocéntricas para permitir otras formas de existencia”. Parecería imposible exagerar la necesidad de estudiar los rezagos que lastran el desarrollo de las sociedades sometidas durante siglos al dominio colonial y cuyo resultado más visible y nocivo es un sistema de exclusión y autodesprecio presente en todos los aspectos de la vida. ¿Cómo ser excesivos con lesiones crónicas en la autoestima de estos pueblos que producen expresiones como “vamos a hacer las cosas como los blancos”; o, cuando se trata de manifestar admiración por algún adelanto tecnológico, exclaman: “el que inventó eso nunca ha visto de cerca una mata de plátano”? Aún así, cuando se ocupan de estos temas, las universidades han sido capaces de llegar al exceso.
Porque en las universidades (y menos en las norteamericanas) nada resulta sencillo. Cuando se habla de decolonizar la universidad (o la realidad) no basta con criticar o rechazar este o aquel detalle que lacera el funcionamiento de la sociedad o parte de esta. Se trata de ir a la raíz. Y la raíz —han concluido los teóricos— es todo lo que se asocie con Occidente. Y a continuación los campeones del pensamiento decolonial identifican a Occidente —además de con la opresión, por supuesto— con la ciencia y la razón, algo con lo que una banda de hooligans ingleses no estaría muy de acuerdo. En su celo por extirpar la raíz de la opresión, los decolonizadores han incurrido en la típica falla intelectual que señalaba Friedrich Engels, fundador del marxismo: al tirar el agua sucia de la bañera también se deshacen del niño.
El propósito de este pensamiento decolonial es, dicho en su jerga característica “sustituir la unilateralidad hegemónica del conocimiento científico moderno euro y norte céntrico por una relación dialógica entre diversas formas de conocimientos, convirtiendo la universidad en un lugar para el dialogo entre las distintas manifestaciones de la inmensa diversidad epistemológica mundial”. Les traduzco: la ciencia es opresiva e imperialista por blanca y norteña y a esta deben oponérsele esas otras “diversas formas de conocimientos”. La decolonialidad viene a ser el equivalente de la posverdad y los datos alternativos frente a la tradicional búsqueda de datos concretos y objetividad.
Incluso asumiendo la bondad infinita de las intenciones de los guerreros decoloniales debería tomárselos con el mismo escepticismo con que ellos toman los datos científicos. Si solo se tratara de un ataque a las bases racionales sobre las que se asienta el conocimiento académico —lo cual no es poco— podría asimilarse como parte de la dinámica crítica que siempre ha impulsado lo mejor del pensamiento de Occidente. Más grave aún es que la crítica decolonizadora ataque a la ciencia y la razón desde la emoción y la moral porque ni con una ni con la otra hay entendimiento posible. Así la ciencia y la razón han terminado siendo culpables de que, por ejemplo, los nazis utilizaran argumentos darwinistas en su política de exclusión y exterminio mientras se prefiere olvidar todo el oscurantismo y la superstición que esos mismos nazis utilizaron para apuntalar su poder.
Según la lógica decolonial, para demostrar la bondad esencial de los países en desarrollo basta con referirse a su condición de víctimas: incluso los regímenes despóticos surgidos en esos países luego de alcanzada la independencia pueden ser entendidos como meras reproducciones del pasado colonial europeo. Nada nuevo desde que Rousseau se inventara la figura del “buen salvaje”. Cuando el mal consigue ubicarse en la geografía y la etnia más que en la psicología o las condiciones sociales, el mundo se simplifica enormemente y a la luz de la nueva teología todo resulta claro y apaciguador. De eso los nazis también sabían bastante.
Por su parte, la institución universitaria se cuida mucho de tratar el pensamiento decolonial como charalatanería. Sabiendo que no vale la pena buscar la verdad —puesto que desde inicios de la posmodernidad esta oficialmente no existe— la academia se ha entregado de cuerpo entero a las ceremonias de purificación que le ofrecen los decolonizadores. ¿No es la diversidad un bien absoluto? Pues a aceptar entonces las exigencias de diversificación de razas y orígenes de los académicos aunque en cuestión de ideas todos terminen siendo idénticos.
La fe en que la opresión solo puede venir de Europa y sus derivados puede justificar lo mismo los rituales vudú con que François Duvalier avasallaba a los haitianos que la persecución de la comunidad LGTBI en el mundo musulmán. Sin embargo, tal fe no sirve para explicar cómo fue que se gestó el imperio inca —uno de los sistemas opresivos más perfectos que ha conocido la humanidad— mucho antes de la llegada de Colón al único continente ignorado hasta entonces por los europeos. O por qué el Inca Garcilaso de la Vega invitaba a los españoles —torpes dominadores a los ojos del autor de los Comentarios reales— a imitar a sus antepasados incas a la hora de subyugar a los mismos pueblos que ahora estaban bajo la férula europea.
Pero lo que más confunde de los pensadores decoloniales latinoamericanos es cómo contradicen sus propios postulados. Rechazan la ciencia por europea y al mismo tiempo se inspiran en el posestructuralismo que hasta donde sé no se creó a orillas del Amazonas sino del Sena. Impugnan a Occidente como opresor de medio mundo, pero invaden las universidades desde donde se impone la nueva agenda a los antiguos países coloniales. Dicen defender los derechos humanos pero a la vez atacan la idea de universalidad que sostiene esos mismos derechos. Rechazan el supremacismo europeo y al mismo tiempo refuerzan el complejo de inferioridad tercermundista ante una agenda que se le hace a sus sociedades ininteligible y ajena (pero si está de moda en las universidades de las antiguas metrópolis debe ser necesariamente buena). Critican el supremacismo europeo pero al mismo tiempo lo confirman otorgándole a Occidente el monopolio de la ciencia y la razón. Insisten en designar el racismo como uno de los males mayores que ha conocido el mundo pero fuera de los marcos occidentales rebajan las prácticas racistas a la exótica condición de “colorismo”. E insisten en usar el lenguaje inclusivo con la inconfesada esperanza de que, pareciéndose al inglés en lo de no marcar el género en adjetivos y pronombres plurales, las sociedades no occidentales alcancen los niveles civilizatorios que en cuestiones de género han alcanzado el mundo anglo. Pero lo peor del pensamiento decolonial no es lo contradictorio sino lo contraproducente. No hay mayor demostración de que una teoría es fallida que cuando termina reforzando los mismos prejuicios que pretende combatir.
No hace mucho tuve un encuentro con un grupo de estudiantes educados en los principios de la decolonialidad: muchachos inteligentes, agradables y educados, sin dudas, pero aunque el pretexto del conversatorio era un libro mío sobre las miserias concretas de la Cuba de los noventas, estos preferían referirse al mundo teórico de la decolonialidad. Una de las estudiantes quiso saber por qué mencionaba tanto el nombre de Cristóbal Colón siendo este un símbolo esencial del colonialismo. Tuve que explicarle que ese justo era el nombre del cementerio donde trabajaba por entonces y este había sido bautizado así porque cuando se fundó, en tiempos de la colonia, se pensó llevar allí los restos del Almirante de la Mar Océana guardados a la sazón en la catedral de la ciudad. Eso no negaba que hubiera en Cuba —seguí explicando— una fuerte impronta neocolonial si tenemos en cuenta que el país seguía dominado por una ideología europea —el marxismo— que aunque se auto-percibía como universal había sido bastante despectiva desde sus inicios con la realidad americana y al aplicarla en Cuba los marxistas locales no habían sido mucho más delicados ni imaginativos que los conquistadores españoles. Alguien más preguntó si al escribir sobre mi realidad no temía hacerla parecer demasiado exótica, pecado mayor para cualquier decolonialista educado en el Orientalismo de Edward Said. Tuve que explicarle que al tener en mente a lectores que pasaron por las mismas vicisitudes que yo, tuve el natural cuidado de no caer en la tentación del auto-exotismo porque este, si bien puede engatusar a los extraños, será detectado de inmediato por los que, conociendo la realidad de primera mano, no se conforman con imitaciones. Me vi obligado además a recordarle que lo verdaderamente exótico para la mayor parte de la humanidad durante la mayor parte de su historia ha sido vivir en libertad y hacer tres comidas al día.
Extraña manera de comprobar cómo muchachos que no paran de hablar de privilegios no consigan entender lo profundamente privilegiada que es su realidad. Quizás ello explique tan exagerado celo intelectual. •