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Otra vuelta a las clases

Hispanic Community September 2022 PREMIUM
Aunque no lo confiesen desde hace años, para miles de profesores universitarios el inicio de curso trae consigo las mismas inquietudes.

¿De qué nuevo tabú puesto en circulación días atrás debes estar enterado para no incurrir en la furia de sus estudiantes? ¿Qué expresión hasta ayer inocua se ha vuelto ofensiva? ¿Qué viejo clásico se hará intolerable para el paladar de tu audiencia? ¿Qué tipo de comentario puede poner en peligro tu carrera, tu puesto de trabajo, tu subsistencia misma? ¿Hasta dónde la exigencia de que la universidad se convierta en un "lugar seguro" para los estudiantes ha convertido las aulas en un campo minado para quienes debemos enseñar en ellas?

Hace ya tiempo que la universidad norteamericana es un “lugar seguro” para todo menos para el libre pensamiento, para la discusión desinhibida y madura de tópicos complejos. Como en el cuento “Casa tomada”, del argentino Julio Cortázar, en el que una casa habitada por una pareja de hermanos un tanto pusilánimes va siendo ocupada por algo misterioso e innombrable hasta terminar expulsándolos de esta, los profesores vemos como son canceladas cada vez más zonas de debate mientras apenas podemos asentir obedientemente so pena de terminar expulsados del sistema del que dependemos para subsistir. 

La premisa de la que parten tales censuras resulta impecable en principio: cortar de cuajo los abusos de que han sido objetos todo tipo de grupos tradicionalmente minoritarios y marginados. Una premisa tan inobjetable como la tolerancia y el amor universal que preconizaba el cristianismo desde sus inicios. Y, sin embargo, la cancelación del debate, la conversión de algunas ideas en dogma y de ciertos grupos en intocables, sagrados, lleva inevitablemente a extremos parecidos a los que en algún momento de la historia alcanzó el bienintencionado evangelio cristiano. Aprovechemos que —tras su terrible apuñalamiento— Salman Rushdie está de moda para citarlo cuando afirmó que “en el momento en que decimos que cualquier sistema de ideas es sagrado ya sea un sistema de creencias religiosas o una ideología secular, en el momento en que declaramos que un conjunto de ideas es inmune a la crítica, la sátira, la burla o el desprecio, la libertad de pensamiento se vuelve imposible”. Casi dos décadas más tarde el miedo a ofender a grupos vulnerables ha agarrotado la capacidad para discutir las limitaciones y excesos de las ideologías que dicen defenderlos al punto que ante la falta de resistencia —como todo pensamiento que no encuentra resistencia crítica— tales ideologías se van convirtiendo en caricaturas de sí mismas y hacen pasar a los reaccionarios que están más allá de toda corrección política por campeones del sentido común. Parecerá un exceso comparar el fundamentalismo musulmán con la cancel culture pero ¿para qué hace falta una fatwa si el silenciamiento que se consigue es el mismo?

Para que hayamos llegado a esos niveles de esquizofrenia han debido ocurrir muchas cosas: desde la llegada a las universidades de una de las generaciones más consentidas y sobreprotegidas de la historia hasta el encarecimiento de las matrículas universitarias al punto de convertir a los estudiantes en clientes de lujo que no deben ser contrariados bajo ningún concepto por las cada vez más cautelosas administraciones universitarias. A eso se le añade la popularización de prédicas ideológicas carentes de todo contacto con el mundo real. Pero alguna responsabilidad habrá tenido en este cambio de paradigma un profesorado que ya sea por cálculo, oportunismo, inercia o cobardía mental han abdicado a su deber intelectual, que no es el de adaptarse obedientemente a las nuevas modas discursivas, sino convertirse en conciencia crítica de estas.

Ante esta deserción en masa de sus obligaciones profesionales y éticas, quienes están asumiendo la condición de conciencia crítica de la sociedad, no son aquellos asociados tradicionalmente con esta. No. Son los comediantes quienes cada noche desde los escenarios o las diversas plataformas digitales están poniendo a prueba los ahora tensos límites de la libertad de expresión. Basta con ver los últimos monólogos de los mejores exponentes de la comedia en estos tiempos. Digamos, por ejemplo, “Intolerant” de Jim Jefferies, “Live in the Red Rocks” de Bill Burr, “SuperNature” de Ricky Gervais o “The Closer” y “What’s in a Name?” de Dave Chappelle. En medio del revuelto mundo de estos días nada parece preocuparles a estos humoristas más que los excesos de la corrección política. Pero, debemos preguntarnos, ¿de dónde han sacado estos bufones el valor que no han encontrado las mayores autoridades culturales, con todos sus títulos y diplomas? Simple. Ese valor, que para los profesores acolchonados en la condicionada seguridad de sus tenures es un lujo, es para los comediantes asunto de mera supervivencia. Son ellos, la infantería de la libertad de expresión, su línea más frágil y expuesta, los que mejor entienden que esta es mucho más que el pretexto de los conservadores para insultar a las minorías. Esa libertad, con todo su riesgo, es lo que oxigena una vida democrática que nunca aspiraría a transcurrir sin conflictos. Los comediantes, que se saben las primeras víctimas de cualquier contracción de la libertad, están más convencidos que nadie de que necesitan de ella y repiten de todos los modos posibles lo dicho por el martirizado Rushdie: “Nadie tiene derecho a que no lo ofendan. Ese derecho no existe en ninguna declaración que haya leído. Si alguien se ofende, es su problema y no pasa nada”.

Cumplen estos comediantes —como no lo hacen tantos profesores— con la definición de Umberto Eco de intelectual: alguien que usa su “espíritu crítico para analizar lo que hacemos e inventar mejores formas de hacerlo”. Si a estas alturas ya es demasiado pedir a los profesores que imiten el valor intelectual de los humoristas al menos deberían incluir, como preparación para el inicio de curso, el repaso cuidadoso de sus monólogos. Para que redescubran el placer de arriesgar ideas ante audiencias bastante más amplias que las de sus clases. Y hasta quizás discutir estas audaces bufonadas con sus estudiantes y recordarles de paso a qué sabe la libertad.  

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