La guerra que estalló el 7 de octubre entre la franja de Gaza e Israel se ha convertido en conflicto doméstico en Estados Unidos. “Las mayores protestas desde la guerra de Vietnam” dicen, evocando otra guerra lejana que se convirtió en local por motivos parecidos. No se trata ahora de que haya tropas norteamericanas en Gaza o de que miles de jóvenes norteamericanos corran peligro de ser llamados a pelear a un sitio que malamente pudieran ubicar en el mapa (y hasta de morir más allá del alcance de sus conocimientos geográficos). Ha bastado que el gobierno norteamericano decidiera apoyar al israelí para convertir un conflicto extranjero en guerra civil. Sobre todo, en las universidades.
No hay que complicar el sentido de esta reacción. Se entiende sin esfuerzo que muchos sientan que deben actuar en contra de lo que perciben como un crimen —el que comete el ejército israelí invadiendo Gaza— del que su gobierno es cómplice indirecto. Lo complicado en este caso es la realidad: la del interminable e insoluble conflicto palestino-israelí; la de la lucha por la supervivencia del estado de Israel; la de la insoportable situación de los habitantes de Gaza; la de sus dudosos representantes de Hamas que parecen haber secuestrado la voluntad de los palestinos y en su nombre justifican los crímenes más atroces; y la del gobierno de Netanyahu quien intenta recuperar el prestigio perdido en arbitrariedades previas al conflicto y en su incapacidad para proteger a sus propios ciudadanos con su feroz ocupación del territorio de Gaza.
Es esta realidad —con su espantosa cantidad de víctimas civiles, sus secuestrados, sus heridos, sus desplazados, su violación constante de cualquier noción humana de derechos— la que han debido enfrentar las universidades con torpes y ridículas herramientas intelectuales usualmente dedicadas a detectar y analizar agresiones simbólicas o imaginarias, ¿Cómo procesar los 1400 muertos a causa del bestial ataque de Hamas del 7 de octubre, los raptos y las violaciones, los kibutz arrasados, o los 24 mil palestinos muertos en la venganza disfrazada de operación militar durante los siguientes cien días (incluyendo diez mil niños y siete mil mujeres), cuando solo se dispone de una pobre máquina de producir victimismos y sensiblería? Fácil: eligiendo al bando preferido como única víctima —e invocando el holocausto a cada paso— para endilgarle la responsabilidad absoluta al contrario. Y mientras tanto, sigue aumentando vergonzosamente la lista de víctimas civiles, sobre todo en el lado palestino.
Quizás la movilización en las universidades norteamericanas en torno al conflicto actual no haya ayudado a contener el número de las víctimas, pero sí a revelar la impotencia de la lógica que las domina en estos días. Entre tanta ofensa imaginaria la catástrofe real convierte los principios que rigen la academia en pura incoherencia. Durante las audiencias que han tenido lugar en el congreso norteamericano para cuestionar el supuesto antisemitismo de las protestas antisraelíes en las universidades, la automática equivalencia de palabras y actos que impera en el ámbito académico ha tropezado con los súbitos escrúpulos de los rectores. En las mismas universidades donde solo mencionar ciertos términos constituye un acto punible con independencia del contexto —incluso si estas palabras no se dirigen a nadie en concreto y son analizadas en circunstancias estrictamente académicas— los presidentes de las universidades cuestionadas afirmaron que “llamar al genocidio” de los judíos en Israel solo es punible “en dependencia del contexto”. Según sus declaraciones, los llamados al genocidio judío violan el código de conducta de las universidades únicamente si “se refiere a individuos” concretos. Tales manifestaciones se investigarían “si fueran generalizadas e intensas” o si se convirtieran en conductas.
Otros desaprobarán las declaraciones de los rectores ante el congreso. Verán en la asimétrica aplicación del castigo a los discursos de odio (tan asimétrica como la relación de las fuerzas que se enfrentan en Gaza) una clara demostración del antisemitismo que impera en las universidades. Sin minimizar los peligros del antisemitismo, aprecio estas declaraciones como un regreso de la cordura a los campus. Una vuelta a los tiempos en que tenía sentido distinguir las palabras de los actos, en que el significado de las palabras variaba según el contexto y en que el uso de ciertas palabras no tenía que ser insultante si no se refería a personas o grupos concretos. Valga este rapto de prudencia para que las autoridades universitarias empiecen a recuperar la noción de en qué consiste la tolerancia que debe imperar en los centros de estudios, y no solo cuando se trate de analizar pedidos colectivos a desaparecer Israel de la faz de la tierra. Es de desear una tolerancia que transija con todo tipo de ideas menos las que exigen la supresión del otro. Aprovechar esta nueva oportunidad para hacer posible que la condena a los crímenes perpetrados en nombre del estado de Israel no se considere antisemitismo ni a los crímenes cometidos en nombre del Islam o de Hamas se considere islamofobia. Que la universidad vuelva a ser un espacio donde no se confunda la palabra con el acto ni una expresión ocasional con conductas criminales.
“From the river to the sea, Palestine will be free” (“Desde el río hasta el mar Palestina será libre”) cantan los manifestantes pro-palestinos y muchos estudiantes judíos lo entienden como un llamado a la desaparición de Israel, una nación que se ubica entre el río Jordán y el mar Mediterráneo aludidos en el cántico. Y llamar a la desaparición de Israel implica también el exterminio de sus habitantes, como mismo el llamado soviético a desaparecer a los kulaks como clase condujo al exterminio de millones de campesinos: hay ciertas metáforas que no deben tomarse a la ligera. Algunos, para atenuar esa interpretación del cántico, afirman que muchos de los que lo entonan ignoran en realidad a qué río y a qué mar se refieren. Defensa pobre tratándose de universitarios quienes antes de lanzarse a la defensa de un pueblo deberían saber ubicarlo en el mapa.
Otros verán en la presente agitación una coyuntura intolerable. Yo lo veo como una oportunidad. La oportunidad no solo de que los estudiantes se den un baño de realidad y confronten todo lo que saben o ignoran con una situación que tanto los perturba sino para que salgan de su ensimismamiento y se enfrenten a lo que ocurre más allá de sus “safe spaces”. Para que contrasten las teorías diseñadas a la medida de su ombligo con las complejas circunstancias que rigen las zonas más dolorosas del planeta. Siempre se corre el peligro de que terminen reduciendo lo complejo de la existencia a su limitada capacidad de entendimiento, pero mi optimismo me impulsa a creer lo contrario. A que, enfrentados a circunstancias que superan su comprensión, esta habrá de expandirse, enriquecerse. Y una de las primeras cosas que deberán aprender es que el mundo no existe para saciar la sed de conocimientos o de justicia de nadie sino que estos son apenas un punto de partida para intentar alguna mejoría, empezando por la del propio ser. •