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Una Extraña Alianza

Hispanic Community February 2021 PREMIUM
El verano pasado fue testigo de una curiosa campaña en favor de la justicia social consistente en el sistemático derribo de estatuas. Curiosa por dos razones.

Una es que todavía no queda clara la relación causa-efecto entre la iconofobia y la justicia social: se pensaría que un movimiento que lucha por los derechos de las minorías tuviera asuntos más urgentes que ensañarse con esos glorificados cagaderos de palomas. Por otro lado, un movimiento que decía luchar contra la discriminación a la hora de elegir el blanco de su rabia iconoclasta demostró ser bastante indiscriminado: lo mismo la emprendió contra estatuas del general proesclavista Robert E. Lee que contra Ulysses Grant, el general que lo derrotó; les daba igual atacar efigies del presidente confederado Jefferson Davis que de Abraham Lincoln.

Si se trataba simbolismos es difícil desentrañar el de ataques que lo mismo se dirigían contra monumentos consagrados a la memoria de esclavistas que a la de abolicionistas. Queda más allá de mi limitado entendimiento encontrarle significado a un movimiento que atacaba lo mismo monumentos dedicados a Luis XVI que a George Washington; o a Thomas Jefferson, al abolicionista negro Frederick Douglass, a la nativa americana Hiawatha, a la virgen María y a Mahatma Gandhi. Esa fiebre de derribos parecía obedecer a la lógica por la que enjuician a Joseph K. en El proceso: lo primero es derribar estatuas, que las justificaciones ya aparecerán. Ya se sabe: quien esté libre de pecado que erija su propio monumento.

De todos los ataques contra el mobiliario público ninguno más curioso que el infligido a un busto de Miguel de Cervantes en el parque Golden Gate, de la ciudad de San Francisco. El daño físico fue relativamente escaso: apenas unas manchas rojas alrededor de los ojos y una pintada en el pedestal que decía “Bastardo”. En cambio, el estrago que este ataque le hace a la lógica y el sentido común es demoledor.

Cervantes, como tengo que explicarle a estudiantes que con frecuencia ignoran hasta su nombre, escribió Don Quijote de la Mancha que es al mismo tiempo la piedra angular de la novela moderna y el mayor monumento literario que conoce la lengua española. Lo más seguro es que los atacantes del busto supieran menos del escritor que la mayoría de mis estudiantes. Les habrá bastado su bigote, su barba y su gorguera de bronce para imaginarlo esclavista, explotador, genocida. Seguramente los vándalos justicieros ignoraban que el busto atacado era el de un impedido físico que difícilmente estaría a favor de la esclavitud pues él mismo la sufrió durante casi cinco años. Tampoco debió importarles. Una vez contagiados con la fiebre justiciera la lógica es lo de menos.

Por si fuera poco, al otro lado del océano, quienes deberían ser más responsables que unos vándalos de parque -me refiero al gobierno español- decidieron quitarle a la lengua de Cervantes la condición de lengua vehicular del sistema educativo nacional. A nivel simbólico equivale a el idioma de más de quinientos millones de personas termine convertido en su país de origen en lengua provincial. A nivel práctico reduce el castellano a un 25% de la comunicación diaria en las escuelas de media España y el dominio lingüístico de los estudiantes a un nivel que impedirá la comprensión y el disfrute de obras con la complejidad de Don Quijote. El afán justiciero alienta a la nueva ley: el desagravio retrospectivo a todas las lenguas locales arrinconadas en tiempos del franquismo lo pagará la lengua de Cervantes quien, según estas medidas, parece ser un seudónimo de Francisco Franco.

Algo me dice que cuando el escritor James Baldwin dijo que la ignorancia, aliada con el poder, es el enemigo más feroz que podía tener la justicia no pensó en la posibilidad, aún más perversa, de que la justicia buscara como aliado a la ignorancia.   

 

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