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El (segundo) año que vivimos extrañamente

Administration December 2021 PREMIUM
En medio de esa realidad temblequeante el regreso a las clases presenciales (un adjetivo cuyo valor aprendimos a la distancia) nos ha dado a profesores y alumnos una idea de lo lejos que todavía nos queda la añorada “normalidad”.

El 2021 no se pareció a ningún otro año que haya vivido, excepto por el 2020, claro. Como si con el 2020 no hubiéramos tenido suficiente. La normalidad, esa que ignorábamos olímpicamente mientras la disfrutábamos sin saberlo, sigue sin llegar mientras se habla de una “nueva normalidad” que no es más que resignación a la idea de que la vida nunca volverá a ser como en enero del 2020, esa descuidada rutina que ahora nos parece utópica.

La pandemia significó una súbita vuelta al medioevo con su aislamiento programático, su miedo cerril a lo desconocido, su engreída irracionalidad, su oscurantismo. Cada día aparecía un nuevo santón anunciando todo tipo de remedios mágicos, o el regreso de las diez plagas de Egipto, el retorno de los humanos de la naturaleza (o viceversa), el nuevo fin del mundo (o un nuevo principio que, al parecer, viene a ser lo mismo).

En lo que más se insistía, sin embargo, era en la nueva sabiduría que obtendríamos de la devastadora lección de humildad que le impuso la pandemia a nuestro acelerado mundo. Según esa visión esperanzada, los largos meses de encierro nos llevarían a reflexionar en detalle sobre el sentido de nuestra vida, nuestra relación con respecto al universo y nos enseñaría a distinguir lo esencial de lo superfluo. Ese era el plan al menos, pero la realidad —como antes los dioses— persiste en reírse de los planes humanos. Ni la pandemia ni el consecuente confinamiento han favorecido tales sueños de superación colectiva. Para demostrarlo bastan dos ejemplos elementales: tanto las enfermedades mentales como la tasa de divorcios han sufrido un incremento en los últimos dos años, algo que parece lógico dadas las estrictas condiciones de confinamiento en buena parte del mundo.

No obstante, y para sorpresa de los especialistas, de acuerdo a un estudio realizado en 21 países sobre la tasa de suicidios, esta se ha mantenido estable. La causa de esto se atribuye precisamente a esas mismas condiciones de confinamiento que en muchos casos llevó al reconocimiento temprano del deterioro de la salud mental y permitió ayudar a los suicidas potenciales a encontrar apoyo tanto de familiares como de personal calificado. Pero los mismos investigadores que publicaron estos resultados han dejado claro que, mientras los datos manejados no están completos, los efectos que pudiera tener la pandemia en la tasa de suicidios no tienen necesariamente que manifestarse de inmediato.

De cualquier manera, a juzgar por los síntomas más visibles, la experiencia de los últimos dos años no parece habernos adelantado mucho en el camino de la sabiduría. Baste como botón de muestra la manera en que la racionalidad se ha dejado a un lado a la hora de politizar la pandemia y los remedios para combatirla: desde el uso de mascarillas hasta el de las vacunas. Que en estos inicios del siglo XXI se discuta la utilidad de las vacunas con la misma vehemencia que a principios del XIX nos puede dar una idea de lo ilusorio que han sido los avances de la racionalidad científica que creímos haber alcanzado. Tal parece que si en algo nos hemos sofisticado es en nuestra capacidad de engañarnos.   

En medio de esa realidad temblequeante el regreso a las clases presenciales (un adjetivo cuyo valor aprendimos a la distancia) nos ha dado a profesores y alumnos una idea de lo lejos que todavía nos queda la añorada “normalidad”. En el caso de mi universidad el acceso a los edificios requiere de un protocolo con no se cuántas contraseñas electrónicas que hace del acto maquinal de antaño una suerte de suplicio distópico. Por si fuera poco, tal protocolo se ha convertido en un test de personalidad para determinar cuáles custodios están más cerca de lo humano y cuáles de las máquinas. El resultado es, en ciertos casos, deprimente, pero sirve como recordatorio de cuánto estas situaciones extremas nos obligan a revisar nuestra propia humanidad.

Por otra parte, si durante los cursos a distancia nos sentíamos huérfanos de esa sensación indefinible pero concreta de compartir la misma habitación con nuestros estudiantes ahora la orfandad es distinta pero igual de inquietante: ahora compartimos habitación con los alumnos, pero al usar mascarillas todo el tiempo no podemos vernos los rostros. Si ya es perturbador tratar con estudiantes más o menos en las mismas condiciones que un empleado de banco frente a asaltantes enmascarados en el caso de las clases de idioma la incomodidad se duplica: la máscara impide lo mismo ejemplificar la dicción y corregirla que escuchar a cabalidad lo que cada uno tiene que decir.

Pero apelemos a la sabiduría que nos falta, esa que estos meses largos y terribles debieron enseñarnos: ha podido ser bastante peor. Las universidades pudieron haber cerrado, o los jóvenes perder masivamente todo interés de asistir a ellas. Tú o yo pudimos morir. Pero la vida pugna por seguir adelante y debemos sentir en ese impulso menos un regreso a la vieja inercia que llamábamos normalidad que una nueva oportunidad en esta tierra. Es esta una coyuntura que deberíamos aprovechar con mayor convicción y sentido que antes, cuando pensábamos que lo normal era normal.

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