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La universidad y el universo

Arts and Media January 2023 PREMIUM
No es casual el parecido entre las palabras universidad y universo, ni que compartan raíces comunes.

Tanto una como el otro comparten la raíz latina de unus (uno) y vertere (doblar, girar, volver). No siempre las universidades tuvieron esa vocación universal, por supuesto. Ni siquiera comenzaron llamándose así. Surgidas en pleno medioevo la universidad más antigua de Occidente, la de Bolonia, creada en 1088, no recibe el título de Universidad hasta pasados más de dos siglos. De escuelas locales concentradas en la enseñanza religiosa fueron convirtiéndose lentamente en otra cosa. De tratar las cuestiones de la fe y las artes retóricas menores tales escuelas terminaron ofreciendo educación a los seglares sobre asuntos laicos como las leyes y la medicina. Su universalidad en el sentido más inmediato pasaba por garantizar la validez de los conocimientos y de los diplomas que otorgaba, más allá de los estrechos confines medievales del lugar donde estuviesen ubicadas las universidades, así como la protección a los estudiantes forasteros.

El papel de las universidades fue ampliándose desde entonces junto con la idea del universo, ya fuera en sentido geográfico, filosófico, científico y hasta cósmico. Las universidades fueron estrechos cómplices de la modernidad, tanto en sus mejores como en sus peores versiones: tanto en la iluminación de diversos rincones de la realidad —como la física, la geografía o la astronomía— como en el voraz expolio del mundo colonial. Las universidades hicieron el mundo menos misterioso, más racional, y ayudaron a ensanchar la idea occidental de lo humano, al tiempo que daban a los saqueos imperiales la pátina de empresas ilustradas.

El proceso de descolonización que provocó el retroceso y la decadencia de los imperios coloniales comenzó a revertir esa situación y a cuestionar los conceptos sobre los que se asentaba la anterior idea de universalidad, de humanidad. Se atacó la propia noción de humanismo por eurocéntrico, blanco, heteropatriarcal, y su lugar ha venido a ser ocupado primero por el multiculturalismo y luego por las políticas identitarias. El antiguo debate entre el humanismo teórico, que entendía la humanidad como un valor absoluto, una fe, y el humanismo práctico que basaba su voluntad de defender, proteger y darle sentido a lo humano teniendo en cuenta sus limitaciones se volvió obsoleto. Ya no se trata de darle sentido a lo humano al tiempo que se lo cuestiona sino de explicar por qué determinada identidad debe ser sagrada. Como antes con el humanismo teórico —que veía a la humanidad como un absoluto al que las circunstancias históricas habían impedido alcanzar el potencial al que estaba destinado— ahora las diferentes teorías santifican una determinada identidad en base al martirio al que la han sometido las circunstancias históricas. Debe recordarse que el humanismo teórico dio pie a ciertas perversiones totalitarias que llegaron a los peores extremos en nombre de la razón y el amor a la humanidad.

En estos tiempos, la idea tan aceptada y difundida por el cristianismo de que el martirio y el sufrimiento purifican y elevan ha migrado de alguna manera a las teorías identitarias. El convencimiento de que la opresión de un género, raza, etnia o de cualquier otro grupo ennoblece en proporción directa al sufrimiento que este grupo ha experimentado ha dado lugar a los juegos olímpicos del victimismo en que se han convertido muchas interacciones sociales dentro y fuera de las universidades.

Con las políticas identitarias, las falacias del humanismo teórico más que desaparecer se han multiplicado. Si cada grupo identitario reclama ser único y especial, ¿dónde quedaría aquel reclamo universal de igualdad? ¿No sería un absurdo? ¿Qué sentido tiene defender y reclamar derechos humanos en un mundo donde el individuo, fundamento de esos derechos, ha dejado de tener valor frente a los distintos grupos identitarios? Debemos preguntarnos ¿hasta qué punto se contrapone la creciente internacionalización de las universidades a la fragmentación de nuestra idea de humanidad? Preguntémonos de un modo más concreto, ¿cómo conjugar la defensa tajante de los derechos LGBTQ+ en un campus en Nueva York mientras se negocia la discriminación de ese mismo grupo en el campus de Abu Dabi o se ignoran las violaciones a la libertad de expresión de minorías y mayorías en los alrededores del campus de Shanghái?

Comprendo que las mías acaban siendo de esas preguntas retóricas que traen consigo mismo la respuesta. Porque —ahora que lo pienso— es precisamente el humanismo práctico uno de los principales impedimentos teóricos para que las universidades se globalicen: la exigencia de tratar a todos los seres humanos con las mismas dosis de respeto independientemente de donde se encuentren sería un incordio, por ejemplo, a la hora de que una universidad norteamericana establezca un campus en un país donde sistemáticamente se violen los derechos humanos de una parte de la sociedad o de esta en su conjunto. Por otra parte, la segmentación de lo humano que traen aparejadas las políticas identitarias será lo que permita a un estudiante en San Francisco o Los Ángeles exigir el derecho que siente vulnerado sin compararse con sus congéneres en Teherán o Lagos. Sin aspirar a la coherencia. Porque es justo su renuncia a la coherencia lo que les permita hablar de igualdad cuando en realidad quieren decir privilegio.  •

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